THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Blancanieves

«Aquella noche le dije que la quería y me sentí un embustero. Tendríais que verla allí, abrazada a sus rodillas con esa sonrisa de Blancanieves»

Blancanieves

Blancanieves. | Unsplash

Sopló el viento de levante y un par de rizos se le metieron en la boca.  Lo recordé sentado delante de ese café en una de esas tardes en las que te empeñas en sentirte diferente. Lo había pedido demasiado caliente y en la espera, anhelaba una sorpresa;  me la inventaba.  Deleitado en el humo del café me adjudiqué una lluvia de reproches; « ¿y si soy un actorcillo más del mundo estúpido de los que van de bohemios?». Esa tarde llegué a pensar que era bastante posible que fuera un gilipollas asustado que vestía la moda de lo diferente.  En ese mismo momento necesité sus labios en mi oído susurrando mi nombre

La tarde caía sobre la torre de la Alhambra que junto al jazz que corría por las mesas del bar me hacían sentir tan idiota como la sorpresa que no llegaría. 

La amé en un dormitorio de otra época; otro ambiente que recuerdo disfrazado, como todo lo que suelo hacer. Si me excité con su blancura mortecina y su boca seca, me excité aún más con nuestro reflejo en el cristal de la ventana que la penumbra de las velas convertía en el espejo sincero de Blancanieves. Una imagen reflejada que me recordó que mi vida era de segunda. Amé a esa mujer mientras pagaba su placer doloroso con la almohada y mi vida de segunda se adentró en la inercia aburrida del que hace sin entrega, sin sentir, sin estar.  La imagen era perfecta, televisiva, y me inundó de falsedad justo en el momento que más la deseaba. Cuando ella me pidió los ojos le regalé una mirada falsa. Todo en mí era de segunda. Yo pensaba que podía ser diferente, otro, que desde ahí me podría proteger. 

Entonces, allí, esperando el susurro perfecto, aferrado a una mesa para dos en la que el café diera paso a la primera cerveza, la otra silla seguía ocupada por un inmenso abrigo de invierno vacío. Aquella noche le dije que la quería y me sentí un embustero. Tendríais que verla allí, abrazada a sus rodillas con esa sonrisa de Blancanieves. 

Las cervezas comenzaron su vals y  me emborraché. Me emborraché de su recuerdo para no malgastar la mesa, por vergüenza, para evitar las miradas acusicas de los camareros si me quedaba en aquel rincón sin consumir. Bebí desde mi silla por las dos, aunque el abrigo no se movió de lugar ni cuando llegó la noche.  La Alhambra se había maquillado de fiesta con una luz adinerada pero a mí me cubría un rubor de pobres, de los que no se sienten mirados.

«Yo, que me creía libre, me descubrí atado a los restos del carmín que Amanda restregó en la almohada»

No recuerdo del todo sus palabras, solo la brisa que penetraba mi oído cuando pronunciaba mi nombre. El poco carmín que Amanda vestía viajaba ahora por quién sabe qué parte de mis entrañas. Le comí los labios, la lengua, las mejillas. Succioné sus orejas, su cuello, su escote. Hasta entonces nunca había tenido espejo porque no lo necesitaba; quizás me diera miedo ver la imagen de quien era. Quizás nunca tuve espejo porque me asustaba ver quien era. 

Yo, que me creía libre, me descubrí atado a los restos del carmín que Amanda restregó en la almohada. Nunca antes a ningún otro; ni tan siquiera a esos que no desaparecían después de un beso. Nunca quise horarios ni despechos; nunca quise un amor doméstico o imitable. Y ahora aquí, en la espera, creyéndome libre, me agarraba al compromiso con una llave con la que me podría hasta ahorcar. 

También iba borracho aquella noche en la que cambié mi puerta por la suya. Podría decirme muchas cosas: que no recuerdo nada de lo que pasó; que no recuerdo por qué llamé a su casa ni de cómo me recibió con la maldita sonrisa de dibujo animado; tampoco de cuándo llegué a esa cama suya de otra época ni de cómo la desnudé. No quiero recordar cómo su color pálido aparecía tras borrar el dibujo naranja de la camisa que lo ocultaba. 

Le dije que la quería; lo recuerdo. 

Tendríais que verla allí, abrazada a mis rodillas, con esa sonrisa malvada de Blancanieves; sus ojos desconfiados alzaron la voz «anda, cállate que estás borracho» . 

Sentí que la amaba y se lo dije. Todas las otras muchas noches me lo callé. ¿Cómo pude ser tan embustero? 

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