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Los incorregibles paparazzi

«En el tiempo que llevo relacionándome con cazadores de exclusivas, jamás pensé que su indiscreto trabajo terminaría abocando a una joven a tener que moderar la frecuencia de sus encuentros sentimentales»

Los incorregibles paparazzi

Emily Ratajkowski y Sebastian Bear-McClard. | Mike Reed (Europa Press)

¡Pobre Emily Ratajkowski! Al parecer, los paparazzi le fastidian desde hace algún tiempo su vida amorosa. En su podcast High Low, la modelo británica de 31 años ha explicado que la persecución constante de los reporteros gráficos asusta a sus pretendientes. Y lo que es peor: le impide relacionarse sin compromiso con distintas personas ya que, según sus propias palabras, «mis otras citas se enteran y eso lo vuelve todo muy complicado».

Con 29,8 millones de seguidores en Instagram y tras haberse declarado bisexual en octubre de 2022, Emily no puede quedar con ningún hombre o mujer que le guste sin que lo sepa medio mundo, incluida la pareja con la que se vio la noche anterior. «Este asunto me está causado mucha ansiedad, en ocasiones me he sentido avergonzada y he tenido que pedir perdón», confiesa. 

Uno nunca deja de asombrarse. En el tiempo que llevo relacionándome con cazadores de exclusivas, jamás pensé que su indiscreto trabajo, unido a la inmediatez de la era digital, terminaría abocando a una joven y guapa divorciada a tener que moderar la frecuencia de sus encuentros sentimentales. Es como si el acoso de los flashes te obligara a elegir entre la discreción y la sobre exposición, la promiscuidad y la vida monacal. Como siempre, la culpa será del mensajero.

Un paparazzi es, según el Diccionario de la Real Academia Española, un «fotógrafo de prensa que se dedica a hacer fotografías a los famosos sin su permiso». El término, relativamente reciente, se atribuye a Federico Fellini, quien bautizó Paparazzo –que significa mosquito, en italiano– al buscador de exclusivas de su película La Dolce Vita (1960): extraordinario fresco de la era dorada de Cinecittá y la glamurosa Roma de los 60.

Medio siglo antes de los baños nocturnos de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi, el mismísimo Otto von Bismarck ya había sido víctima de objetivos indiscretos cuando, el 31 de julio de 1898, Max Priester y Willy Wilcke consiguieron fotografiarle en su lecho de muerte tras sobornar a una criada. En cuanto los dos oportunistas quisieron vender la imagen a través de un anuncio por palabras, la familia del difunto les denunció y fueron condenados a varios meses de cárcel por «actuar guiados por la avaricia y contra el interés del pueblo alemán». 

El lúgubre retrato en sepia del canciller germano –que no se publicó hasta 1958, en un diario de Francfort– era una de las piezas más destacadas de la exhibición Paparazzi! Photographes, stars, artistes, que tuve la suerte de ver en el Pompidou-Metz durante mis años de corresponsal en Francia. Aquella singular muestra, que dicho centro de arte contemporáneo acogió entre febrero y junio de 2014, fue para mí la demostración de que este oficio antaño denostado, la vertiente más morbosa del foto-periodismo, había adquirido cartas de nobleza en la actual sociedad del espectáculo. Y no fui en único en darle la difusión que merecía.

«Mirones, ladrones, artistas», titulaba en portada la revista de tendencias Les Inrockuptibles, ensalzando el modo en que, con sus fotos robadas y su intromisión permanente en la vida privada, esta rara fauna de reporteros gráficos había terminado por convertirse en un fenómeno mediático y un icono cultural de nuestro tiempo, marcando tendencias y llegando a influir en la vida política de un país. ¡Quién lo diría de unos profesionales del escándalo que acosan a mandatarios y famosos con sus flashazos inesperados, provocando descrédito y divorcios, agresiones e incluso accidentes mortales como el de Lady Di!

Eran los tiempos del affaire Julie Gayet y los medios se pirraban por entrevistar al autor del scoop que había destapado el idilio secreto del presidente François Hollande, mientras que las condenas judiciales por atentado a la intimidad crecían en escala proporcional a las ventas de la llamada prensa people. «¿Cómo unas simples fotos de un señor con casco de motorista han llegado a convertirse en una cuestión de estado?», se interroga el semanario Le Nouvel Observateur, que dedicaba su cover a «El poder de los paparazzi». 

Por pura casualidad, quiso el calendario que la exhibición del Pompidou-Metz se inaugurase en plena tormenta política, tras la revelación por parte de la revista Closer de que el jefe del Estado engañaba a su pareja oficial con la conocida actriz. Una coincidencia que no hizo sino amplificar el boom en torno a esta profesión y al autor de dicha exclusiva, Sébastien Valiela.

«Soy paparazzo desde que empecé en la profesión, hace dos décadas. Eso se lleva en la sangre y se aprende en la calle», me explicaba él mismo. «Ahora pienso recopilar mis mejores trabajos en un libro: desde el topless de Kate Moss en Tailandia en enero de 2003 hasta las primeras fotos de Brad Pitt y Angelina Jolie en 2005, en la playa de Malibú con su hija Zahara, pasando por las fotos de Hollande en moto o las de François Mitterrand con Mazarine».

Mazarine, por si no lo recuerdan, era la hija que el fallecido presidente de la República mantuvo en secreto hasta que Valiela les cazó juntos, en septiembre de 1994, saliendo del restaurante parisino Le Divellec. Aquel reportaje destapó que el mandatario socialista tenía desde hacía años una segunda mujer y una heredera apartadas de los flashes y la vida pública. Quién nos iba a decir que esa imagen robada terminaría exhibiéndose en un museo nacional, junto a las instantáneas perpetradas por otros primeros espadas del género como Tazio Secchiaroli, Ron Galella, Daniel Angeli, Francis Apesteguy, Pascal Rostain, Bruno Mouron… 

«Las fotografías de los paparazzi han saltado del papel cuché a las paredes del museo», se enorgullecía entonces el comisario de la muestra, Clément Chéroux, que había diseñado un recorrido multidisciplinar a través de 600 fotos, vídeos, pinturas, esculturas, instalaciones, collages y recortes de prensa para mostrar no sólo el oficio de cazador de imágenes y las complejas relaciones que llegan a establecerse entre el fotógrafo y la celebridad, sino la influencia que dicha disciplina había tenido en la iconografía y las artes plásticas de las últimas décadas.

En la citada expo destacaba la obra de pioneros del fotoperiodismo como el alemán Erich Salomon –que terminó muriendo en Auschwitz por su tendencia a meterse en asuntos ajenos– o el estadounidense Arthur Felling, alias Weegee, que lograba llegar antes que la policía a una escena de crimen, en contraste con las creaciones de artistas como Richard Avedon, Yves Klein, Gerhard Richter, Paul McCarthy, Cindy Sherman o Andy Warhol, que se habían inspirado en la estética de las imágenes robadas para interrogarse sobre este mito posmoderno, su repercusión social y las fronteras entre lo público y lo privado.

Entre medias, el visitante podía descubrir algunos de los scoops más sonados del último medio siglo y a sus autores, que el catálogo de la muestra presentaba como una suerte de aventureros, a medio camino entre el reportero de guerra en dique seco y el agente 007 con licencia para fotografiar, que en su búsqueda de las más extravagantes exclusivas llegaba a compartir el estilo de vida sofisticado de sus víctimas e incluso a amigarse con ellas. 

En ese sentido, el plano de Jack Nicholson mostrando sus posaderas al fotógrafo Xavier Martin en 1976 desde la cubierta de su yate anclado en Saint-Tropez no hubiera sido posible sin la colaboración del propio actor, aunque este realizara el gesto más por desprecio que por aprecio. De la misma manera que la imagen de Marlène Dietrich agrediendo con el bolso al paparazzo Francis Apesteguy en 1975 tampoco existiría si en el aeropuerto de Orly no hubiera estado también presente en aquel momento su compañero de profesión Daniel Angeli.

«El objeto de deseo por antonomasia del paparazzo han sido siempre las actrices, cantantes y modelos. Mujeres guapas, libres y famosas a las que han perseguido tradicionalmente reporteros varones», señalaba Chéroux. «Y en ese acto de meter el teleobjetivo hasta lo más íntimo, de forma casi avasalladora, hay mucho de agresión machista».  

Brigitte Bardot cazada en topless en la Playa de la Mandrague en 1976 por Apesteguy; la melena de Lady Di dentro del coche en que murió el 31 de agosto de 1997, retratada para la posteridad por uno de sus perseguidores, Jacques Lagevin; Jackie Onassis en desnudo integral en 1971 en su isla privada de Skorpios por cortesía de Settimio Garritano… Aquellas estampas desacralizadoras de la viuda de Kennedy tal y como vino al mundo fueron consideradas en su día por el fotógrafo de moda Helmut Newton «entre los clichés más turbadores del siglo», aunque hoy resultan casi mojigatas comparadas con el exhibicionismo de Britney o Paris Hilton, que se pasean ocasionalmente sin bragas por Rodeo Drive y terminan siendo cazadas al bajarse de la limousina por unos simples aficionados. Y es que según André Rouillé, «la razón de ser del fotoperiodismo people es vender sensaciones extremas y sentimientos». 

«Con el tiempo, algunas estrellas del espectáculo aprenden a dominar esta máquina que consume imágenes y llevarla al terreno de la auto-promoción, pero no siempre se libran de acabar devorados por la sobreexposición», indicaba este historiador galo de arte contemporáneo. «Entonces la estrella deja de ser una persona y se transforma en un producto de usar y tirar».

De eso trataba precisamente la serie Trash, de Pascal Rostain y Bruno Mouron, que durante años se apropiaron de las basuras de famosos angelinos como Madonna o Jeff Koons para luego llevarlas a su estudio, ordenarlas y retratarlas poniendo al descubierto una intimidad aún mayor que la carnal. Aquella intromisión en los despojos ajenos se mostró por primera vez en la Maison Européenne de la Photographie de París y otorgó tal fama a sus autores que terminaron por publicar varios libros sobre su actividad. En uno de ellos, Voyeur: Mémoires indiscrets du roi des paparazzi (2014), Rostain cuenta su vida de «medio sniper, medio cortesano», codeándose con políticos y movie stars, viajando en Concorde y conduciendo descapotables.

«Los paparazzi no son artistas pero, en ocasiones, producen obras de gran valor plástico», opinaba al respecto Clément Chéroux. «Ese estilo particular, fruto de la improvisación y las prisas y esos gestos de las celebridades cubriéndose la cara con una mano para evitar ser captadas por las cámaras se repiten ahora en producciones de moda que adoptan dicha estética y forman parte ya, mal que nos pese, de nuestro imaginario colectivo». Seguro que, por todos estos motivos y porque con su actividad contribuyen día a día a aumentar su ingente número de followers, Emily Ratajkowski terminará por perdonarles

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