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La otra cara del dinero

Por qué necesitamos a los ricos, aunque los odiemos

Últimamente no les pasamos ni una a los millonarios. Protestamos incluso cuando donan su dinero para obras benéficas o combatir el cáncer

Por qué necesitamos a los ricos, aunque los odiemos

Yate de Jeff Bezos. | Zuma Press

El fundador de Amazon, Jeff Bezos, ha encargado un velero nuevo a un astillero de Rotterdam y, es tan grande, que para sacarlo a mar abierta van a tener que desmontar un puente centenario. En cuanto la noticia se supo a principios de febrero, el roterdamés Pablo Strörmann abrió en Facebook el evento «Lanzar huevos al megayate de Jeff Bezos» y el lunes habían reaccionado unas 22.000 personas y otras 5.000 habían confirmado su asistencia. «Rotterdam se levantó a partir de escombros», clama Strörmann, «y no vamos a desarmarlo por el símbolo fálico de un megalómano multimillonario».

Pregunto desde la cordialidad y sin acritud: ¿qué más le dará a este señor? No es la primera vez que se retira la sección central del puente para dejar pasar un barco y las autoridades aseguran que el riesgo de daños es «casi cero» y la operación entraña además «beneficios potenciales» para las arcas municipales. 

Pero últimamente no les pasamos ni una a los millonarios. Protestamos incluso cuando donan su dinero para obras benéficas o combatir el cáncer

¿Por qué nos caen tan mal los ricos?

Existe, para empezar, un fundamento biológico. Como otros primates, tenemos un sentido innato de la justicia (o de la envidia, como prefieran). En un famoso experimento se adiestró a dos capuchinos para que ejecutasen una sencilla tarea a cambio de una raja de pepino. En un momento dado se sustituyó el premio por una sabrosa uva, pero solo para uno de los dos monos. ¿Qué hizo el otro cuando vio que le seguían dando pepino? Se lo tiró a la cabeza al investigador. No parece sensato, porque una raja es mejor que nada, pero al animal le indignó la discriminación.

El que nos intenten compensar por un perjuicio no solo no ayuda, sino que a veces lo empeora todo. Los estímulos económicos no siempre incentivan la productividad. Por ejemplo, habrá oído que el amor verdadero no se compra con dinero, pero si abriga alguna duda pruebe a dejarle a su pareja un billete de 50 euros sobre la mesita después de una noche de pasión y llámele después para decirle cuánto disfrutó. Verá cómo su oferta de afecto se ha reducido (si es que le coge el teléfono). También muchos roterdameses debieron de sentirse ofendidos cuando oyeron hablar de «beneficios potenciales» a su alcalde. «¿Por quién nos toma?», pensarían.

Finalmente, no quiero pecar de ingenuo. Como denuncia el politólogo Robert Dahl, la irrupción de grandes empresas no provoca solo disparidades en riqueza y estatus, sino en acceso a la información o a los líderes. «La existencia de apreciables diferencias entre los ciudadanos de un país democrático debería resultar inquietante para cualquiera que valore la igualdad política», argumenta. 

¿Cómo debemos gestionar la relación con nuestros ricos?

¿Hábil y limpio o lento y chapucero?

A la hora de enjuiciar cualquier iniciativa, provenga de quien provenga, conviene encapsular las emociones y preguntarse: ¿qué saco yo a cambio? El psicólogo Dan Ariely cuenta que uno de sus alumnos llamó una vez a un cerrajero y se quedó alucinado por la facilidad con que forzó la puerta. Le llevó «aproximadamente un minuto». Ariely no lo dice, pero debió de quedarse igualmente alucinado cuando le presentó la factura. Como el capuchino, probablemente se sintió tentado de tirársela a la cabeza, pero ¿ustedes qué preferirían? ¿Pasar una hora viendo cómo un incompetente forcejea con su cerradura? La mayoría, por lo visto, sí. Un cerrajero amigo le confesó a Ariely que, cuando empezó, tardaba horrores y a menudo hacía auténticos destrozos. Los clientes le pagaban, sin embargo, sin rechistar e incluso le dejaban propina. Ahora que es hábil y limpio oye únicamente comentarios desagradables.

Si los ciudadanos de a pie debemos desconfiar de nuestras reacciones instintivas, los gobernantes deben, por su parte, asumir que no todo se resuelve con dinero. Además de desafortunado, el comentario de los «beneficios potenciales» es contraproducente. Pasó algo parecido con una localidad suiza en la que pretendía instalarse un cementerio nuclear en los años 90. El filósofo Michael Sandel recuerda que, mientras el asunto se mantuvo en el terreno político («todos usamos la energía y este es el emplazamiento más lógico para enterrar los residuos»), el 51% de los vecinos votó a favor. Pero cuando se les ofreció una fuerte cantidad, el apoyo cayó al 25%. A los aldeanos no les importaba pechar con las consecuencias de una decisión democrática, pero se negaban a vivir en un país en el que pudiera comprarse todo.

Por último, conviene relativizar el poder omnímodo de las grandes corporaciones. Limitan al norte con el boletín oficial del Estado y al sur, el este y el oeste con el mercado, que es el controlador más feroz. En 1982, Tom Peters y Robert Waterman publicaron En busca de la excelencia, un superventas que recogía las enseñanzas de las 43 firmas más exitosas de la época. También de ellas se decía que eran inexpugnables, pero a los dos años un tercio estaba pasando apuros. «Las estrellas empresariales», escribe Tim Harford, «brillan en el cielo, y luego se queman». Y lo hacen cada día más rápido. «La permanencia media en el [índice de la bolsa de Nueva York] S&P 500 era de 33 años en 1964, cayó a 24 en 2016 y se prevé que sea de apenas 12 en 2027», calcula Rites Jain. 

Donde, por el contrario, las compañías duraban eternamente era en las llamadas repúblicas democráticas populares que había detrás del Telón de Acero. 

Riesgo moral

No creo que les descubra nada si les digo que los millonarios son un residuo de la combustión del capitalismo. Una economía de mercado que funciona como es debido los produce espontáneamente y parece que, cuanto más grande es, más ricos son también los ricos. «El tamaño de las empresas», exponen Xavier Gabaix y Augustin Landier, «justifica muchos de los patrones en la retribución de los CEO», y señalan en concreto cómo su sextuplicación entre 1980 y 2003 «puede atribuirse completamente a la sextuplicación del valor de las grandes compañías durante el mismo periodo».

Esta correlación es fruto del riesgo moral. A los ejecutivos se les confía la gestión de ingentes sumas de riqueza. ¿Cómo podemos estar seguros de que no van a aprovechar para forrarse a costa de los accionistas? Pagándoles tanto que no les compense hacerlo.

En teoría, un régimen como el soviético parece mejor equipado para evitar los abusos. Todo el mundo cobra lo mismo y se acabó. El problema es que la ausencia de incentivos no fomentaba la creatividad y, poco a poco, la industria de la URSS se fue rezagando. Stalin intentó suplir la falta de recompensas con severas penas por sabotaje, pero acabó devorado por su propia espiral del terror. Y cuando sus sucesores rectificaron e implantaron un sistema de remuneración más humano, se encontraron con que habían restaurado las desigualdades que pretendían abolir.

Eso no significa que no adoptemos medidas redistributivas. Entre el mercado sin reglas y las reglas sin mercado hay un amplio abanico de grises que van desde Suiza hasta Noruega, pasando por Australia o Alemania. Pero como me decía hace unos años el Nobel Roger Myerson, «nuestras sociedades necesitan a gente rica». Del acierto con que los banqueros y empresarios muevan nuestro dinero «depende nuestro bienestar y, si les retribuimos mal, hallarán maneras de resarcirse que no nos serán tan beneficiosas». Tendremos rentabilidades inferiores, más paro, talento desperdiciado…» Y concluía: «Podemos aliviar el sufrimiento de los pobres, pero la promesa socialista de un mundo sin clases es inviable por razones de riesgo moral».

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