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Jorge Bustos, memorias de un niño raro

No éramos muchos, pero tampoco importaba. En Tipos infames, una librería madrileña cercana a Tribunal con una barra de bar a mano izquierda y las paredes llenas de libros, el periodista Jorge Bustos, que escribe en El Mundo, presenta un libro que en realidad no es nuevo. Porque Crónicas biliares, editado por Círculos de Tiza, es un compendio de artículos no publicados y escritos hace casi diez años, entre 2008 y 2009, cuando moría cada tarde trabajando en un periódico local de Vicálvaro, informando sobre acontecimientos triviales como las operaciones de asfaltado.

Jorge Bustos, memorias de un niño raro

No éramos muchos, pero tampoco importaba. En Tipos infames, una librería madrileña cercana a Tribunal con una barra de bar a mano izquierda y las paredes llenas de libros, el periodista Jorge Bustos, que escribe en El Mundo, presenta un libro que no es nuevo. Porque Crónicas biliares, editado por Círculo de Tiza, es un compendio de artículos no publicados y escritos hace casi diez años, entre 2008 y 2009, cuando moría cada tarde trabajando en un periódico local de Vicálvaro, informando sobre acontecimientos triviales como las operaciones de asfaltado.

No ha pasado tanto tiempo, pero ha ocurrido mucho. “Este libro es un artefacto verbal”, dice Bustos, como quien comienza a andar. El libro es un cúmulo de crónicas impregnadas de soberbia, de frases sentenciosas, de verdades sostenidas con ferocidad por un joven que había leído mucho, pero había vivido poco. “La soberbia es un motor literario poderosísimo”, dice tajante. “Quizá sea el único motor”.

En todos estos años, Bustos se ha labrado un nombre y ahora su rostro desfila en platós de televisión y estudios de radio. Pero antes de todo aquello fue un estudiante, y de esos tiempos conserva la amistad con Pablo Sanguinetti, que le ha escrito el prólogo. Ahora le acompaña en la presentación, a su mano derecha, y juntos cuentan anécdotas divertidas de los años en la Facultad: del profesor que discutía las diferencias entre dantiano y dantesco, de las juergas que se corrían con aquel amigo loco que se llama Cristian Cámara (“¿Dónde estás?”, se preguntan, tras perderle la pista en Australia).

Jorge Bustos, memorias de un niño raro
‘Crónicas biliares’, de Jorge Bustos. Fuente: Círculo de Tiza.

Sanguinetti no hace otra cosa que elogiarlo, por honestidad o por compromiso, y cuenta que le prestó el libro a su padre para que leyera el prólogo, preguntándole qué le parecía, y el padre, ignorándolo, le dijo sin ningún reparo: “Este chico, Jorge Bustos, escribe muy bien”. Y Bustos sonríe, agachando la cabeza, algo sonrojado.

Alberto Olmos, que es un gran escritor y un crítico literario magnífico, también sirve de escudero del periodista, sentado a su izquierda, y cuenta una broma inteligente y divertida que leyó en un libro del filósofo Slavoj Zizek:

En una ciudad presumiblemente soviética o postsoviética se establece un toque de queda a las nueve y, por tanto, cualquier militar tiene la licencia de disparar a cualquiera que vague las calles pasada la hora, con absoluta inmunidad. Entonces pasea una pareja de patrulleros y uno de ellos decide disparar a un hombre, causándole la muerte. El compañero, sorprendido, le pregunta: «¿Por qué les has disparado, si son las 8 y 20?”. Y el ejecutor, calmado, responde: “Porque sé dónde vive, y no iba a llegar a tiempo”.

Olmos encuentra una extraña relación entre este relato y Jorge Bustos.

 

Alcanzado ese punto, que fue el momento cumbre, Bustos comenzó a abrirse poco a poco, a reconocer que no le gusta estar tanto tiempo en tantas tertulias, contando que acaba vacío, que su vocación real es literaria, que tampoco acaba de sentirse periodista. “Soy incapaz de ser duro con nadie”, dice. Una mujer le interrumpe y le pregunta por un artículo sobre una peluquera, que su hijo quiere conocerla, y claro, han pasado diez años, él no recuerda ni la columna ni la peluquera. Al acabar, le dicen que ha sido una presentación extraordinaria, la mejor a la que han asistido, y Bustos lo agradece con timidez.

Son pocos asistentes, pero todos se demuestran lectores. Los hay de todas las edades y en las muñecas izquierdas se ven sin distinción pulseras de festivales y relojes de plata. Bustos, que ha mantenido el gusto por las frases conclusivas, definitivas, ha dejado algunas joyas en este libro. Una de ellas, por cierta, se convierte en irrefutable: “La gente se enamora siempre por falta de oferta”. Esto ocurre en el amor y en la literatura.

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