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El caso del Mercedes Clase-A que cambió la seguridad en los coches cumple 25 años

La clave estuvo en la llamada prueba del alce, muy popular en Escandinavia: las marcas del entorno como Saab y Volvo la pasaban desde hacía años

El caso del Mercedes Clase-A que cambió la seguridad en los coches cumple 25 años

Logo de Mercedes Benz. | Unsplash

El Maybach era con el cambio de siglo la respuesta de Mercedes a la Rolls-Royce que había caído en manos de su archirrival BMW. El modelo fue presentado en el Salón de Tokyo de 1997 dos años antes de su lanzamiento, pero los directivos de la marca entraron con la cabeza bien alta en la rueda de prensa y salieron de ella casi con ganas de vomitar. La espectacular berlina germana no fue la responsable, sino un mensaje dicho al oído de Juergen Hubbert, uno de los más altos ejecutivos de la firma de Stuttgart. El germano escuchó en voz baja «un periodista sueco ha volcado uno de nuestros Clase-A en la prueba del alce».

Hubbert puso los ojos en blanco, y cuando se repuso, giró su cabeza lentamente hacia su interlocutor y le preguntó: «¿Qué puñetas es eso de la prueba de alce?». Y la verdad es que hasta ese momento en muy pocos sitios del mundo se sabía qué demonios era aquello. 

Mercedes, tras matrimonios fallidos con Chrysler, y al igual que otras compañías alemanas como Siemens, se dio cuenta de que tendrían que crecer dentro de sí misma hacia arriba y hacia abajo. Hacia arriba lo hizo prolongando su ya alta calidad hasta el hiperlujo de los Maybach, para intentar colarse en el jardín de Rolls y Bentley. Hacia abajo su salto fue más audaz aún, con un concepto extraño en aquel momento: el monovolumen de corte utilitario, representado por el revolucionario Clase-A (denominado W168 en el código interno). Esta jugada creó una de las mayores crisis de la historia de la compañía.

El alce maldito

Nada más conocer la noticia, la plana mayor de Mercedes se fue directamente al aeropuerto ante la gravedad del asunto; ni siquiera pasaron por el hotel a recoger las maletas. Mantuvieron su primera reunión en uno de los rellanos de aquel Boeing 747 de British Airways, entre la clase business y la turista, tomando notas, con las corbatas sueltas y caras tensas. Nada más llegar al edificio principal organizaron una cadena de reuniones interminables durante una crisis que duró casi un mes.

Lo primero que hicieron fue solicitar una explicación sobre aquello que se les había pasado, lo de ‘la prueba del alce’, algo de lo que jamás habían oído hablar. Habían gastado una fortuna en desarrollar un coche completamente distinto y un periodista llamado Robert Collin, de la revista de motor Teknikens Värld, había volcado uno durante ese test; un test que ellos no habían pasado dentro de los miles de pruebas al que lo habían sometido.

La humillación fue mayor cuando supieron que en una prueba paralela, el modesto Trabant de la República Democrática Alemana, había pasado el test sin problema alguno. La prueba del alce o prueba de esquiva, es muy popular en Escandinavia, y las marcas del entorno —Saab, Volvo— la pasaban desde hacía años. Simula una posible situación, bastante frecuente por aquellas latitudes, en la que a una cierta velocidad tienes que esquivar un hipotético alce que cruza una carretera. Un coche se lanza a una cierta velocidad, cambia de repente de carril para evitar un obstáculo, y acto seguido —una vez superado el alce— se vuelve a la trayectoria inicial.

Durante la prueba, el tal Collin acompañado de cuatro colegas de profesión, se pusieron el coche de sombrero: lo dejaron con las cuatro ruedas apuntando al cielo. Los cinco ocupantes se bajaron por sus propios medios del vehículo con apenas rasguños y contusiones leves. Todos ellos tuvieron una historia que contar a sus amigos, pero las fotografías salieron en las portadas de todo el planeta. El dedo de medios internacionales de toda índole apuntó hacia la marca. Pronto aparecieron acusaciones de irresponsabilidad, de falta de rigor, y que ‘cómo una marca como Mercedes, representativa de toda una industria, podía haber cometido semejante torpeza’. 

La sala de guerra

A su vuelta a Sttugart los directivos de la firma montaron un gabinete de crisis en una sala de juntas donde comían, bebían, y poco menos que dormían. Las secretarias se hicieron cargo de que no les faltase avituallamiento. En las reuniones, un grupo de poco más de media docena de personas solía discutir por pormenores, aunque a veces llegaron a congregarse hasta una treintena en los momentos más duros. Por allí desfilaron encargados de desarrollo, producción, materiales, publicistas, relaciones públicas y hasta proveedores, como Bosch, que aportó un avanzado control de tracción. Les aterraba el efecto que pudiera causar en la imagen de la firma, el daño a un producto costosísimo llamado a cambiar el ADN de la marca, e incluso empezaron a hablar con sus familias en previsión de un muy posible despido.

Tras una tensa reunión de los responsables del proyecto con el presidente de la compañía, Juergen Schrempp, la conclusión se redujo a una palabra: «¡arregladlo!». Tenían que solucionar todo este embrollo y lo primero era encontrar una solución técnica al problema. Había carta blanca para hacer lo necesario, y la primera reacción fue retirar las 17.000 unidades existentes ya acabadas y puestas a la venta. Había que modificar esos coches, y las medidas implementadas, extenderlas al resto de la producción. Los apaños fueron varios: rebajar su altura, cambiar los neumáticos, sustituir las llantas por otras de perfil más bajo, endurecer las suspensiones, e instalar todos los sistemas de control electrónico y asistencia a la conducción destinados a los coches más caros de su catálogo.

Pasaron de tener un vehículo de cuya estabilidad se dudaba, a uno de los más seguros del mundo. ¿Cuánto les costó y en qué medida se incrementó el valor de producción por unidad? Mucho, pero no hay datos claros disponibles de cuánto pudieron llegar a perder, que seguro que fue una enorme cantidad. A cambio se ganaron un aura de solvencia, seriedad, y una superior confianza por parte de sus clientes. Un Juergen Hubbert ya jubilado, contó al periodista Michael Specht —uno de los pasajeros del Clase-A volcado en Suecia— que aquello fue la mayor debacle de su carrera.

Mercedes Clase A.

Lo que no cuenta, pero se lo debemos en cierto modo a él, es que desde aquel momento todas las marcas empezaron a dotar a todos sus vehículos del ESP, o control electrónico de estabilidad, algo que más tarde fue obligatorio para todos los coches de serie. Este sistema ha salvado miles de vidas desde que se instaló. Un problema para una marca se convirtió en una solución para conductores de todo el mundo. 

PD: El redactor de este artículo recibió una de las primeras unidades de este coche que llegaron al mercado español en 1998. Fue en un rent a car del aeropuerto de Barcelona. Cuando entró en el circuito de Montmeló, que era su destino, fue abordado con curiosidad por tres pilotos de carreras, dos de ellos con experiencia en la Fórmula 1. En una zona apartada de los aparcamientos intentaron hacerlo todo tipo de jugarretas al coche para poner a prueba su estabilidad.

Lo que debería haber acabado en un vuelco o al menos en espectaculares derrapadas, quedó en un control absoluto de las trayectorias. En lugar de resultar decepcionante, fue bastante sorprendente; su comportamiento era distinto a todo lo visto con anterioridad. En el rent a car deberían estar agradecidos. A Mercedes, obviamente.

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