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El silencio, el miedo y la memoria: vidas entrecruzadas un año después de los atentados de Cataluña

El silencio, el miedo y la memoria: vidas entrecruzadas un año después de los atentados de Cataluña

El silencio, el miedo y la memoria: vidas entrecruzadas un año después de los atentados de Cataluña

“El que estuvo no habla y el que habla es porque no estuvo”. Fue el críptico comentario del vendedor de un kiosco de flores en La Rambla de Barcelona sobre los atentados del 17A en Cataluña, horas previas al primer aniversario de ese ataque yihadista, el peor en España desde el 11M (2004), en el que 15 personas murieron atropelladas y otra fue acuchillada, entre Barcelona y Cambrils. El silencio, el miedo y la normalidad conviven un año después de estos atentados en una de las principales vías de la Ciudad Condal. 

Es 15 de agosto de 2018, son las dos de la tarde y hace calor. Sobre el mosaico Miró comienzan las primeras muestras de afecto a las víctimas. A un par de velas rojas, una verde y algunas rosas, se le suma un juego de llaves que deja una mujer en un gesto rápido, como si quisiera pasar desapercibida. Como si quisiera olvidar lo inolvidable.

Se seca una lágrima mientras camina y se aleja a paso veloz. Las llaves que dejó podrían pertenecer a Elke Vanbockrijc, Jared Tucker, Luca Russo, Bruno Gurlotta, Lurde Ribeiro, María Correia, Francisco López, Xavi López, Ian Moore Wilson, Silvina Alejandra Pereya, Carmen Lopardo, Pepita Codina, Desiré Eugenia Zolotas, Julian Cadman, Ana María Suárez o a Pau Pérez. Las víctimas de aquella tragedia.

“Cuando vi el terrible vídeo que grabó un chico en el que se ven los cuerpos en el suelo, recordaba algunas de las imágenes en vivo. Yo vi a ese policía junto a un hombre tirado en el mosaico. Yo los recuerdo. Nunca supe si ese señor vivió”, narra Yolanda Navarro, de 28 años, nacida en República Dominicana y criada en España. Yolanda y la señora de las llaves no se conocen. Esa señora quizás sabe a quién pertenecieron esas llaves. Eran de alguien que fue atropellado por Younes Abouyaaquoub (22 años), uno de los 12 autores del atentado atestiguado, entre otras personas, por Yolanda. 

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Foto: Ariana Basciani | The Objective

Un año atrás…

Faltan pocos minutos para las cinco de la tarde. Es 17 de agosto de 2017. Omar, un joven repartidor de origen magrebí que vive en Cataluña, miró a Abouyaaquoub. Había ido a caminar a La Rambla con su novia cuando de pronto avistó una furgoneta blanca que venía a toda velocidad. Logró empujar a su pareja para evitar que fuese arrollada. En ese momento eligió de manera instintiva la vida de ella por encima de la suya. Inesperadamente, como todo aquella tarde, a 10 metros de donde él estaba de pie, la furgoneta se detuvo.

Omar –con el corazón en la garganta– se quedó paralizado observando a aquel hombre desesperado que comenzaba a golpear con todas sus fuerzas la puerta para bajarse del coche. Cuando lo logró, ambos se miraron fijamente. Abouyaaquoub comenzó a correr. Omar lo persiguió hasta llegar a la entrada del Mercado de la Boquería donde Abouyaaquoub se volvió y miró de nuevo a Omar. Entonces, este se quedó paralizado. El terrorista escapó.

Foto: Ariana Basciani | The Objective

“Estaba viendo en estos días la televisión y vi algo que me dio muchísima rabia. Estaban diciendo que los mossos persiguieron a Abouyaaquoub hasta la Boquería pero no fue así. Lo perseguimos un hombre y yo. Es una hipocresía enorme. Cuando entró en el mercado, el tío iba andando”, expresa hoy sin heroísmo, sino con tono crítico por la desprotección que sintió aquel día. No quiere hablar mucho por teléfono. De hecho, como la mayoría de los que estuvieron en el atentado, prefiere no ahondar en el tema. “No queremos hablar”, responde, por su parte, la encargada de una de las farmacias paralelas a La Rambla antes de bajar la mirada. “Queremos olvidar bastante ese día”, sostiene también una trabajadora de la Oficina de Turismo.

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Omar, el chico que persiguió a Abouyaaquoub. | Foto: Carlos Quílez

El ruido y el silencio

El ruido del paso de la furgoneta fue estruendoso, así como el silencio que luego se apoderó del lugar con el paso de las horas. “Era un estruendo metálico. Como metal cayendo. Pienso que ahí se frenó porque seguramente rozaría con los postes de metal que contienen postales en los kioscos”, recuerda Yolanda, quien el año pasado era dependienta de una tienda de carteras en la calle Boquería, perpendicular a La Rambla. 

Ciertamente, el vehículo chocó con estructuras metálicas pero lo que hizo que este se detuviera por completo fueron los cuerpos de las víctimas que atascaron la furgoneta, según ha sido revelado en el sumario del caso.

“Yo me asomé desde la puerta de la tienda. Jamás en mi vida había escuchado los gritos de terror que escuché. Era gente corriendo como si se les fuera el alma en ello”, continúa Yolanda.

Eran las cinco en punto de la tarde del 17A y el sol de verano no se había ocultado en Barcelona. “Pegaba con fuerza sobre el mosaico y vi a tres personas esparcidas allí. La luz iluminaba los cuerpos en el suelo”. Yolanda, tras ese momento, envió un audio a un grupo de amigos en Whatsapp en el que repetía: “Tengo miedo”. “Solo me acuerdo de que me salía la palabra ‘miedo’. Sabes que ha pasado algo muy malo porque has visto cuerpos en el suelo pero no tienes claro qué”.

Una pareja francesa con sus dos hijos pasaron corriendo frente a la tienda buscando refugio. “¡Entrar, entrar!”, les dijo la joven de tez morena e inmensos ojos. “También entró otra chica portuguesa que venía sangrando porque se había caído. Nos encerramos y bajamos las persianas”. La portuguesa fue la que describió a los que estaban en la tienda lo que había visto: una furgoneta atropellando gente. Ella estaba con amigos y habían decidido no montarse en el metro porque querían comer unos crepes. “Unos crepes. Nunca me voy a olvidar”, dice Yolanda reflexionado en cómo la cotidianidad y lo impensable se juntaron ese día.

El silencio, el miedo y la memoria: vidas entrecruzadas un año después de los atentados de Cataluña
Foto: Anna Carolina Maier | The Objective

Después de casi cuatro horas la policía comenzó a desalojar los comercios en los que se estaban refugiando las personas. “Nos sacaron escoltados por la calle Ferran”. Primero salió la pareja con los niños, luego la chica portuguesa y después Yolanda quien se fue caminando en dirección a la Plaza del Ayuntamiento.

“Estaba en shock. Veía a los curiosos asomados y solo pensaba: ‘Es que no sabéis lo que hay ahí. No sabéis lo que he visto. Aunque habían cerrado La Rambla, unas calles más arriba la gente estaba agolpada asomada y yo solo los miraba y pensaba: ‘Si hubierais visto lo que había ahí, os iríais corriendo en otra dirección”.

Aunque Yolanda y los franceses salieron en distintos momentos, bajo órdenes y escoltados por los policías, se volvieron a encontrar ya fuera del perímetro cercado. “Me abrazaron y se pusieron a llorar. Yo solo contestaba: ‘Estamos bien, estamos vivos’”. Para ir a casa cogió una bicicleta y rememora que en la calle todas las furgonetas que vio aquella noche eran blancas. “Tenía una psicosis absoluta”. Esta chica que se licenció como bióloga en Barcelona ya no trabaja por la zona. “Hubo un momento en que ir por allí me estresaba mucho. Todavía evito pasar por el centro de La Rambla”. Agradece hablar. “Tenía que contarlo, no lo había hecho mucho”.

 

A 72 horas del homenaje

Es 14 de agosto de 2018. Faltan 72 horas para el primer aniversario del 17A. Muchos periodistas se preparan para la cobertura. Carlos Quílez es uno de ellos y sigue estudiando el sumario como si se tratara de un policía más. Hay fotos de los chicos que cometieron el atentado sacando 300 euros el día antes del ataque y bocetos de los explosivos con los que pretendían atentar: simples bombillas que unidas con cables y metidas dentro de las bombonas de butano eran absolutamente letales.

“Está célula tenía una capacidad, según los últimos informes de Especialistas de los Técnicos en Desactivación de Artefactos Explosivos (TEDAX ) de los Mossos d’Esquadra, de hacer estallar el estadio de fútbol del club Barcelona (Camp Nou) hasta en 90 ocasiones”, cuenta Quílez. Se habla de más de 100 bombonas de butano preparadas con tornillería y artefactos explosivos dentro de las propias bombonas. “Con tan solo colocar de dos a tres de esas en estructuras como La Sagrada Familia, hubiese significado el hundimiento de todo el edificio”. La célula planeó atentar contra tres lugares emblemáticos y concurridos de la ciudad pero también contra algunas mezquitas de ramas no radicales.

Quílez insiste en que el accidente que provocó el hundimiento de la casa de Alcanar (Tarragona) evitó un atentado aún mayor, lo que demuestra, entre otras cosas, que eran terroristas que aprendían a ser terroristas sobre la marcha. La noche del 16 de agosto de 2017 hubo una violenta explosión en esa localidad de las comarcas del Ebro que acabó con el desplome del chalet que en realidad era la base de operaciones de una célula yihadista liderada por el imán de Ripoll, Abdelbaki es Satty, y compuesta por jóvenes criados e integrados en ese municipio catalán que al día siguiente atentó en Barcelona y Cambrils.

Este periodista fue de las primeras personas en saber que a Younes Abouyaaquoub lo habían matado. Cuando se le pregunta cómo logró esa primicia responde: “Uno de los mossos del operativo es amigo mío y me llamó: Carlos, lo acabamos de matar. Yo creí que me iba a hablar de otra cosa”.

El diario para el que trabajaba en ese momento estaba situado cerca de La Rambla. Quílez recuerda que ese día hubo mucho nerviosismo en la redacción. Muchos de los periodistas jóvenes no habían trabajado como reporteros en este tipo de escenario. Incluso Quílez, que ha cubierto casi 40 atentados de ETA, confiesa que sintió un profundo desasosiego.

Dice que hay una diferencia fundamental entre el terrorismo de ETA y el del Dáesh: “ETA se movía bajo unos parámetros de cierta comprensión. Un señor de ETA calculaba los riesgos del atentado y las posibilidad que tenía de huida y era, incluso, más importante para un comando operativo la creación de una estructura de piso satélite-refugio. Aunque estos habían montado una casa okupa, era para preparar el atentado. El terrorista de ETA huía de la policía y los de Cambrils, cuando chocan contra los mossos, salen con cuchillos en mano y casi, casi anhelando ese momento porque se van a ver a Alá. Esto a mi me genera una desazón muy grande. Hay quien llama a esto la Tercera Guerra Mundial”. De modo que los atentados de ETA, igual de salvajes y despreciables, obedecían unas reglas y este, sin embargo, “no tenía reglas, lo que lo hacía muy peligroso”.

Lo que cambió en Barcelona tras un año del atentado es que a pesar de que se acuñó la frase «no tengo miedo» o «no tinc por», sí que hay miedo. “La incorporación del miedo se ha subido a la mochila de nosotros los barceloneses”, reflexiona Quílez.

Un día normal

Svan es un turista holandés. Son las 5 de la tarde de este 14 de agosto y camina sobre el mosaico de Miró junto con su novio. «Pensamos en el atentado al comenzar a pasear por La Rambla, pero no nos frenó venir». –»¿Eres consciente de que en este preciso lugar se frenó la furgoneta?”–. Se queda callado y responde: “Es extraño, es difícil pensar que eso pasó en este lugar”. El paseo está abarrotado de gente. Sonrisas, niños en carros, parejas cogidas de la mano, personas de todas las razas y culturas caminan por allí.

El kiosco donde trabaja Fidel es testigo de esto. Lo ha sido durante los últimos 25 años, cuando abrió. El local pertenece a su madre y él trabaja allí. Ronda los 30 años y se muestra accesible para conversar. “Yo no estaba ese día porque había salido de aquí a las tres de la tarde. Estaba mi madre y lo que te puedo decir un año después es que se nota muchísimo lo que ha pasado porque hay muchos menos turistas. El de enfrente tiene amigos que trabajan en hoteles y dice que el turismo ha disminuido hasta en un 40%”.

Los datos ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE) reflejaron cómo en el momento del atentado las pernoctaciones se desplomaron un 9,2% en Barcelona, frente al crecimiento del 5,4% que se había registrado en el mismo mes un año antes.

Foto: Ariana Basciani |  The Objective

Tras un año del suceso la economía catalana no se ha recuperado del todo. El atentado no es la única causa, el procés también ha incidido. En cuanto al turismo, la partida más afectada, el desplome supera en un 15% a la que sufrió París tras sus atentados. Los datos de ocupación en Cataluña, entre agosto de 2017 y los últimos datos de junio de este año, son de cinco puntos porcentuales por debajo de los de un año antes; esto es una caída por encima del 7%.

Fidel concluye que, “pensándolo fríamente, dentro de la desgracia que ha sido, Barcelona ha tenido los terroristas más idiotas del mundo”. “Al día siguiente fue raro. La policía llamó a los dueños de las tiendas para cerrarlas porque habían quedado abiertas, por su puesto, si hay un loco con un arma, lo de menos eran las tiendas”.

Afirma que no es miedo lo que siente, sino asco. Comenta que ya se habla poco de ello porque no hay una marca física en la calle de lo que pasó, aunque sí quede una huella profunda en el alma de todos los barceloneses. Una huella que no se puede contar, que es como el silencio que se apoderó de La Rambla horas después de la tragedia. El silencio de la mayoría de los testigos de aquel momento. Como si el lenguaje tuviera un límite. “Hay acontecimientos que son muy difíciles, casi imposibles de transmitir, que suponen una relación nueva con el lenguaje de los límites”, diría el escritor argentino Ricardo Piglia.

Yolanda, Omar, la señora de las llaves, Fidel y Carlos no se conocen pero sus vidas han quedado hiladas por una memoria en común. Una memoria que impedirá el olvido y será historia.

 

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