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Amnesia o democracia

El debate no debe ser si la amnistía es constitucional o no, sino si es aceptable democráticamente, si atacar la ley es gratis

Amnesia o democracia

Ilustración de Alejandra Svriz.

El debate público de las últimas semanas en torno a la amnistía se ha orientado primordialmente hacia una concreta cuestión: la de si cabe o no en la Constitución española. Sin perjuicio de adelantar, en línea con la vasta mayoría de mis colegas, que por supuesto la Constitución no permite la amnistía propuesta, de cuyos sobradamente conocidos argumentos me hago eco, creo que el simple hecho de centrar el foco del debate en la viabilidad de esta propuesta es, en cierto modo, una victoria de sus promotores. A veces, en la vida como en la política, encontrar respuestas es mucho menos importante que plantearse las preguntas adecuadas. Y la verdadera pregunta aquí es si resulta legítima, si es siquiera aceptable o por el contrario condenable, la amnistía que hoy se encuentra sobre la mesa. 

Se trata de una pregunta a la que la inmensa mayoría de los españoles tiene ya respuesta; nuestro instinto nos lo advierte antes siquiera de que los mecanismos de la razón entren en marcha. Por supuesto que la amnistía propuesta no es legítima ni aceptable. Por supuesto que es condenable y moralmente reprochable. Cabe entonces preguntarse racionalmente por qué nos parece reprobable, pero la respuesta es también directa y sencilla: la amnistía propuesta es profundamente antidemocrática.

En España, ser independentista no es un delito, ni tan siquiera una falta. Tampoco lo es ser comunista, falangista o, puestos a estirar el argumento, adorador de serpientes. La respuesta penal del Estado a lo ocurrido en Cataluña en el año 2017 no tiene nada que ver con la ideología, sino con el intento unilateral de ruptura constitucional por ciertos políticos catalanes.

Conviene recordar que la «judicialización» a la que algunos políticos populistas se refieren constantemente no fue una decisión política —de derechas o de izquierdas—, sino la consecuencia inevitable de los graves actos cometidos por Puigdemont y el resto de su Gobierno contra el orden constitucional. Principalmente, la derogación de la Constitución española y el Estatuto de Autonomía el 6 de septiembre de 2017, la convocatoria ilegal de un referéndum sin garantías, la malversación de caudales dirigida a financiarlo con el dinero de todos y la orquestada agitación de las masas —violencia incluida— para obtener la ansiada independencia por la vía de los hechos. Actos delictivos que se consideraron probados y fueron condenados por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, con total independencia —como debe ser— del Gobierno, en aplicación de lo que son delitos tipificados en todas las democracias modernas: los delitos contra la Constitución y las instituciones democráticas del Estado.

«Los profetas de la ‘judicialización’ aparecen para explicarnos la necesidad de comulgar con las ruedas de molino del separatismo»

Y es que, afortunadamente, en las democracias modernas la mayoría —nacional o regional— no gobierna a su antojo, sino que debe hacerlo con respeto al amplio margen que otorga la Constitución, que sin embargo garantiza unas reglas de juego mínimas de coexistencia democrática —entre ellas los derechos fundamentales—, que sólo podemos cambiar entre todos y con amplias mayorías. Se trata, en fin, de evitar la «tiranía de la mayoría» (Madison) o la «dictadura electiva» (Lord Hailsham), pues por encima del Gobierno y el resto de los poderes «constituidos», de mandato limitado en el tiempo, está el poder «constituyente», el pueblo, del que emana la Constitución.

Los españoles somos ya mayores de edad democráticamente, y por tanto plenamente capaces de identificar el oportunismo de los profetas de la «judicialización». Estos que sólo aparecen para explicarnos la «necesidad» de comulgar con las ruedas de molino del separatismo (antes de ayer el indulto, ayer la eliminación de la sedición y hoy, parece la amnistía), cuando de ello depende la continuidad en sus cargos. Cada nuevo paso, cada uno más humillante democráticamente que el anterior, se justifica por tanto exclusivamente en la conveniencia política, en la mera permanencia en una cómoda poltrona.

También los españoles somos capaces de comprender que la amnistía exigida (frente al indulto) tan sólo se plantea porque, derogada la sedición, Puigdemont sigue siendo un malversador fugado de la justicia española, que debe por tanto ingresar en prisión por este último delito tan pronto pise territorio nacional. Una situación que no podría aliviarse con el simple indulto, pues este último requiere previamente la finalización de un procedimiento penal durante el cual —contrariamente a lo que ocurre, por ejemplo, en Italia— el Sr. Puigdemont ha de encontrarse en España. Algo que comprensiblemente no es plato de buen gusto para el fugado, considerando su más que previsible ingreso, durante la pendencia del proceso, en un centro penitenciario, atendiendo al indudable riesgo de fuga.

El poder, parece ser, todo lo justifica para quienes hoy entienden como un simple «problema político» la situación del Sr. Puigdemont, cuando el único problema político es el suyo: el de haber perdido las elecciones y ser incapaces de formar gobierno sin el voto afirmativo de un prófugo de la Justicia.

«Cuánto puede perdurar una democracia que desmantela su sistema de garantías frente a quienes atacan la Constitución»

Sin embargo, lo que preocupantemente olvidan quienes hoy intentan convencernos de que desarmemos nuestra democracia es que los mecanismos que se pusieron en marcha en 2017 para responder frente al golpe contra la Constitución nos protegen frente a todos los extremismos, de cualquier signo, que no aceptan el juego democrático. Esto es, nos protegen tanto frente al nacionalismo supremacista que en 2017 pretendió derogar por sí mismo la Constitución (sin contar con el resto de los españoles y contra la mayoría de los catalanes), como también frente a esa extrema derecha que Sánchez y sus socios desempolvan en cada campaña electoral, poco menos que pidiendo el voto contra el retorno del franquismo. Una extrema derecha que, si intentase derogar la Constitución, se encontraría con la misma respuesta penal del Estado, exceptuando esa sedición derogada por Sánchez y sus socios, claro está. ¿Se imaginan a un Sr. Feijóo, tras perder las elecciones, proponiendo su amnistía exclusivamente para alcanzar el poder?

Muchos nos preguntamos cuánto tiempo puede perdurar una democracia que desmantela progresivamente su sistema de garantías frente a quienes atacan la Constitución y la convivencia democrática basada en el Estado de Derecho. Una democracia que indulta a los golpistas que no muestran arrepentimiento, y que incluso claman que lo volverán a hacer (ho tornarem a fer), que deroga el delito aplicado en defensa de la Constitución por estricto oportunismo político. Una democracia cuyo presidente en funciones, con el único fin de mantenerse en el poder a cualquier precio —precio que por supuesto pagamos, como siempre, los demás—, nos plantea sin tapujos un ejercicio de amnesia colectiva (no en vano amnistía proviene de amnesia). Que nos propone que cual régimen antidemocrático pidamos perdón al mundo y le concedamos una amnistía inconstitucional —lo dijo el propio Sánchez— a un prófugo de la justicia española que no pide perdón ni «renuncia a la unilateralidad», y que lleva ya seis años viviendo de nuestros impuestos mientras le grita al mundo que España es un Estado franquista opresor y no una democracia plena que defiende su ordenamiento constitucional.

Es aquí donde conviene recordar, como hiciera recientemente Felipe González, que España tiene una capacidad extraordinaria para dinamitar sus regímenes de libertades cada cuarenta años. Teniendo en cuenta que estamos cerca de cumplir los 45 años desde 1978, considero que el debate no debe ser si es constitucional —o no— la amnistía, sino si es aceptable democráticamente. Si, dejando de lado la evidente humillación que supone para nuestra democracia, España puede permitirse decirle a los extremistas que atacar la Constitución sale gratis, colgando por tanto un gigantesco cartel de «desguace» en la entrada al edificio constitucional que nos ha llevado a los mejores años de nuestra historia, y que con tanto esfuerzo se levantó por una generación extraordinaria para brindarnos libertad y prosperidad a todos los españoles. 

La respuesta es también sencilla: por supuesto que no podemos permitírnoslo. Toca elegir, por tanto, entre amnesia o democracia.

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