Anoche en Barcelona actuaban los Stones, y en las horas que precedieron al concierto los seguidores del grupo se hicieron notar por las Ramblas y aledaños: camiseta reglamentaria, chupa vaquera y mil años en cada patilla. No es que la ciudad no esté acostumbrada a esta clase de desembarcos, pues de hecho forman parte de su naturaleza misma, y ahí están el Primavera, el Sónar, el Cruïlla… o las decenas de artistas internacionales que recalan en el Olímpico o en el Sant Jordi. Y sin embargo, ayer, al ver a esos vejetas con cuatro pelos en guerrilla llegados de Madrid, Valencia, San Sebastián… me pareció percibir eso que da en llamarse un soplo de aire fresco. Años y años de esteladas en los balcones, de desfiles coreanos, de (jocosa) propagación de la xenofobia han terminado por anestesiar las zonas erógenas de la ciudad, esa fragua de eventualidades en que incluso el más vidrioso anonimato deviene principesco.